A medio borrar: las huellas de Isabel de Santiago
En el testamento de Isabel de Santiago se dice poco o nada sobre sus objetos personales o los enseres de su casa, cosa muy común en la época. En cambio, nos dice la investigadora Inmaculada Martín Martín, el detalle de los cuadros y objetos de arte que dejó tras su muerte es minucioso, absolutamente exhaustivo. Este testamento es quizá lo único que salvó a Isabel del anonimato absoluto, ya que se trata del único documento que verifica su actividad artística y la autoría de sus cuadros.
En una época en la que las mujeres no podían ni siquiera acceder a estudios formales, en que cualquier gesto desviado de la más absoluta devoción era interpretado como pecado de vanidad, debió haber sido un inmenso desafío para Isabel dedicarse al arte y, más aun, llegar a ser reconocida en su medio, haber sido de las muy pocas mujeres artistas que trascendieron en la época colonial. Pero lo que ella hizo es doblemente impresionante, porque no solo logró dedicarse a la pintura y ser reconocida por ello, sino que, además, no se limitó a la mera imitación de técnicas y escenas, sino que supo dejar su marca distintiva, unas señales estéticas que dan cuenta de su mundo, de su sensibilidad, de su mirada, y que aún hoy la diferencian, dentro de la Escuela Quiteña, de su célebre padre, Miguel de Santiago, y de su primo, Nicolás Javier de Goribar.
A Isabel le gustaba que sus cuadros estuvieran poblados de pequeñas flores y animales. En uno de ellos, el Arcángel Gabriel va caminando con su cornucopia en la mano, de ella brotan flores de todos los colores que se derraman en el piso para aligerar el paso del ángel, que tiene un rostro ambiguo, casi femenino. En otro, llamado El hogar de Nazareth, los pequeños animales tienen una presencia luminosa, diáfana y alegre, como si en esas escenas comúnmente lóbregas y llenas de penumbra, Isabel hubiera querido introducir un elemento disruptivo y una marca indeleble de su trazo particular, tanto más notable en la medida en que está caracterizado por la ligereza y por cierto tipo de jovialidad. Aunque Jacinto Jijón y Caamaño vio en estas pequeñas criaturas del reino animal y vegetal un reflejo de la humildad espiritual de Isabel de Santiago, una afirmación de la propia insignificancia ante la grandeza de Dios, hoy, más libres ya de la mirada moral y doctrinaria sobre el arte y especialmente sobre el arte de las mujeres, podemos especular –para nuestro placer y para la restitución estética de la artista– que un aliento particular, una inclinación, un gozo ante lo pequeño y lo efímero, lo colorido, lo vistoso –es decir, lo sensual, lo material– inspiraba el arte de Isabel de Santiago.
La representación de pequeños seres que rodean a la figura principal podría pensarse, al contrario de la interpretación de Jijón y Caamaño, en la estela de lo que se llamaba despectivamente, también por esa época pero en el norte de Europa, “arte para mujeres”: los cuadros holandeses de Vermeer, de Hooch o Saenredam, llenos de detalles que exasperaban a las voces autorizadas del arte hegemónico, eran considerados demasiado “femeninos” por detenerse en pequeñeces, en superficies coloridas, en objetos minúsculos o intrascendentes que llamaban la atención sobre sí mismos en lugar de dar cuenta de las cuestiones importantes o trascendentales. Entonces, como hoy, se atribuía al arte un mandato de grandilocuencia que las mujeres siempre hemos sabido minar. Me gusta pensar que, quizá, subyaciendo a la devoción y a la contemplación mística, en las florecitas y en los animales de Isabel de Santiago anidaba un deseo un poco más terrenal, más humano, un capricho por los colores y las formas, por la fugacidad de lo que muere en la tierra y no revive en ningún otro lugar. Todo eso rodeando, enmarcando, socavando el mensaje divino.
El famoso cuadro La contemplación mística de San Agustín, atribuido hasta hace poco a Miguel de Santiago, es ahora objeto de dudas al respecto de su autoría y se piensa, con base en investigaciones paleográficas sobre la firma a medio borrar, que fue obra de su hija Isabel. Esto hace pensar en cuántas otras obras de la artista quiteña habrán quedado en el olvido o habrán sido arrogadas a sus más famosos colegas hombres. Esta sería uno más de los relatos de injusticia en que artistas mujeres quedan relegadas por la historia oficial. Pero nuestra memoria es terca, se obstina en horadar el olvido, vuelve una vez y otra a las relegadas y desplazadas.
Un ejemplo conmovedor de esto es la obra teatral La Serenísima Madre de las Flores, de la actriz y dramaturga Martha Ormaza. Esta obra fue trabajada por Ormaza hasta el último aliento, y se estrenó dos días después de su muerte. Rescata la figura de Isabel de Santiago en sus últimos días de vida. Cansada, enferma, pero acompañada por la virgen de la que fue devota, la artista aparece como una anciana que se obstina en pintar hasta el último momento, suerte de reflejo de la directora y autora de la obra. El caso es conmovedor porque pone en escena, dentro y fuera del escenario, una fuerza vital, un empecimiento del orden de lo ético, una afirmación de la vida hasta el límite último de sus posibilidades, una gestualidad terca y valiente compartida por las dos mujeres y que nos habla a nosotras, a todas las demás, a las que luchamos en la cotidianidad por encontrar un lugar hospitalario en nuestras casas, en nuestras ciudades, en nuestras comunidades.
El olvido a medias en que la obra de Isabel de Santiago lleva siglos sumida, que es también su memoria a medias, trasciende sus técnicas plásticas y sus temáticas –aunque no las excluye– y llega hasta hoy, como un estruendo, como una fulguración, o como un llamado a que perseveremos en la infructuosa pero irrenunciable lucha contra el silencio.
Daniela Alcívar
Isabel de Santiago
Pintora y dibujante perteneciente a la Escuela Quiteña de Arte del Siglo XVII
«La Virgen de las Flores»
Cuadro atribuido a Isabel de Cisneros y Alvarado
Foto tomada en el Refectorio de Santo Domingo – Quito
Fotografía: SolipsisArt Colectivo Fotográfico