Ángela Arboleda

Desde muy pequeña convivió con la escena. Su padre fue Antonio Arboleda, hombre de las tablas, actor y apuntador, oficio que por aquellos años aún estaba vigente. Ángela recuerda una gira en Semana Santa en la que viajaron los integrantes del elenco y sus familias, y cómo algunos niños subían al escenario ella quería desaparecer por miedo a verse “allá arriba”.*

Con el correr del tiempo y como era una chica aplicada y buena lectora gracias a la influencia de su madre, doña Idalia Jiménez, y de su padre, profesor de educación física, encargado de organizar las revistas musicales y la danza, heredó la impronta de un oficio que él lo desempeñó con gran responsabilidad.

Precozmente graduada del colegio a los dieciséis años, a los diecinueve había concluido ya su carrera de comunicación social, a la que le siguió una licenciatura en publicidad y mercadotecnia, que le brindó la posibilidad de un buen trabajo en una importante agencia. Inició su camino de adulta con harta dedicación pero sin sospechar que la vida le tenía deparado un lugar en el escenario.

Un día de esos se encuentra con unos amigos que hacían comedia y le piden que lea unos textos, la descubren en su potencial de actriz, la invitan a participar en el proyecto y debuta en Locomía, en el teatro Candilejas, con gran convocatoria. Ángela, que por esos momentos atravesaba una situación personal dolorosa, se divertía; mas conforme pasa el tiempo siente que ese humor se va volviendo un tanto burdo. Coincide que alguien la invita a ver Antígona, la obra que cambiará su mirada teatral: “Mientras la veía no paraba de llorar y supe que no volvería al Candilejas”. Dejó su papel sin aviso porque no era capaz de volver a tomarlo. A su memoria volvió su padre y su teatro, su ritmo y el rigor en escena con un trabajo que, si bien no iba por la línea dramática, él lo asumió con mucho respeto.

Le dieron el dato de un taller, aplicó y empezó clases con Marina Salvarezza; Paco Cuesta, el director, le propuso que como era periodista podía al mismo tiempo ejercer como jefa de relaciones públicas del Museo Municipal, así que se ubicó en un espacio en el que aparte de aprender, conoció a varios actores, entre ellos a ‘los Sarao’, a Lucho Mueckay, que en ese momento trabajaba con Lissette Cabrera, quienes sin saberlo habían cambiado su vida. Más adelante trabaja en Sarao y permanece allí algunos años. “Lucho me adoptó”.* A la par, ejercía su profesión, escapaba de la agencias e iba a ensayar y así estuvo varios años en un agotador tren de vida.

Luego tiene la oportunidad de conocer el trabajo de Fanny Herrera, con Danza Sur, y pasa a trabajar con ella, junto con Omar Aguirre; la decisión de abandonar Sarao es dura pero le apuesta a la danza contemporánea, sabiendo que ella no tenía el nivel de sus compañeros. 

Por esos tiempos descubre a Raymundo Zambrano, “lo vi contar con su personaje Don Pascual y fue otra epifanía”,* no solamente en el lado artístico sino en el personal. En ese momento se le fueron al tacho una serie de prejuicios con los que había vivido. Al escuchar a este personaje recuperó sus raíces, dejó de negar ese lado montubio que la constituye; volvió a escuchar a sus abuelos, a la señora Carmen, la mujer que tanto tiempo la cuidó, la aconsejó y compartió su música, entonces Lisandro Mesa brilla otra vez para Ángela. Y será precisamente doña Carmen quien inspire el personaje de La dama de Urbinajado.

Toma su primer taller con Raymundo Zambrano, luego vendrá, por consejo de Jorge Martillo, su incursión en la literatura con Miguel Donoso. De ahí, no paró más en su curiosidad, en su trabajo intelectual y artístico. Claro que continuaba trabajando en la agencia porque no se atrevía a vivir de este nuevo oficio.

Siguió a Raymundo Zambrano por todos lados, él era su referente, el gran contador de historias. El narrador que rompía con la tradición de contar desde un personaje, cosa que algunos narradores no admiten. 

La muerte de su padre es otro suceso fuerte y doloroso que vuele a replantearle su vida. Renuncia a la agencia y mochila al hombro se enrumba por Latinoamérica, llega primero a Lima y toma clases con Mirella Carbone; pasa a Santiago, de ahí a Buenos Aires, y en el Rojas ingresa a unos talleres de danza y narración, se gasta todo el dinero en libros y en espectáculos. Pasa a Río de Janeiro, con el mismo entusiasmo pero ya sin dinero y agotada de tanto entrenar. Llama a su amiga Raquel Rodríguez para pedir auxilio pero ella, en confabulación con el novio de Ángela, le devuelve el dinero en un pasaje Río-Guayaquil.

De regreso a su tierra, Raquel le propone organizar un festival de teatro que finalmente no prospera, y deciden dedicar todo ese esfuerzo a otro: el de Narración Oral, pero en el camino descubren que ese proyecto no tenía fondos y ellas ya estaban comprometidas con los narradores invitados, de modo que cada quien, incluido Manuel Larrea (hoy su marido), saca sus ahorros y logran realizar el evento, con mucha garra y mucho canje, endeudadas hasta el cuello. Esta audacia tuvo, por fortuna, muy buen resultado: la gente hacía cola para entrar al teatro y fue la taquilla la que definió lo que el siguiente año se llamará Un cerro de Cuentos, uno de los eventos que más convocan en Guayaquil y ciudades aledañas; y tiene como objetivo primordial recuperar esos maravillosos contadores de historias y a través de ellos y ellas, la memoria de tantos pueblos escondidos. 

“La primera vez Raymundo nos dio una lección: ‘ustedes pueden invitar a quien quieran, pero no pueden hacer el encuentro si no traen a los padres de la narración”,* entonces contactaron a Papá Roncón, quien  abrió la senda para los que han llegado a lo largo de estos años. La búsqueda de esos personajes es lo más entretenido y enternecedor para las organizadoras porque en sus investigaciones anuales se encuentran con gente increíblemente fantástica que siempre les enseña algo.

*Entrevista: Genoveva Mora Toral

Fotografía: Archivo personal