Tani Flor: La versatilidad del cuerpo
Empezó su vida en el escenario desde muy pequeña, en Quito. Cuando tenía un año y medio se inauguró la televisión y ella recuerda que esa fue su primera presentación, se paseaba por el proscenio con una corona de flores. En ese primer encuentro con el escenario, cuando se acabó el espectáculo, olvidó la corona en un camerino del teatro Sucre. Ella quería la corona, pero ahí se quedó, como un recuerdo de infancia. Pero esa experiencia ya le marcó el camino. Su madre, aficionada a la danza, tomaba clases y la llevaba a la escuela donde fue familiarizándose con el movimiento y la música.
Todo ese movimiento de su cuerpo en la danza, significaba conocer y manejar la flexibilidad y plasticidad. Y ella las tenía. “A la gente le gustaba como me movía, podía dominar mi cuerpo muy bien”. Hasta ahora. En los últimos años asistió a un taller de expresión corporal con una maestra peruana. Ella observó sus movimientos y descubrió que hace danza pues se movía diferente a los otros participantes. “Es la diferencia de la formación. Nunca me fijo en la ropa que tiene la gente, me fijo en cómo se mueve”. Tani lee el cuerpo de las personas, si hay problemas en la espalda, si la cadera está contracturada, si la persona camina en bloque, cómo tiene sus pies.
Se acuerda de su primera maestra de ballet, Sabina, una bailarina alemana que tenía una escuela en Quito. Allí tuvo sus primeras clases. Como el trabajo de su padre implicaba cambios, fueron a vivir en Guayaquil. La madre, amante del ballet, la llevó a la Casa de la Cultura, cuya sección de danza estaba dirigida por la maestra Ileana Leonidoff, famosa bailarina y actriz rusa que enseñó durante algunos años en Guayaquil. Ella le tomó la prueba para entrar a la escuela de ballet clásico, cuando tenía cuatro años, y fue aceptada. Creció y se quedó en la escuela de danza. Recuerda a sus maestros Esperanza Cruz, Angélica Marini, Nenúfar Fleitas, Alyn Petrick, Jorge Córdova.
En la época de oro del ballet, en Guayaquil destacaban las bailarinas que emigraron a otros espacios. Noralma Vera, quien perfeccionó su arte en Londres. Vilma Pombar, en el New York City Ballet, entre otras. Sus familias las apoyaron y la Casa de la Cultura avaló su trabajo. Ese fue el marco para que la entonces adolescente desarrollara su arte en el Ballet de La Casa de la Cultura Núcleo del Guayas. A los 12 años ya bailaba sola y daba clases a las niñas que querían entrar a la escuela de danza.
“Estaba enamorada del ballet con locura, ese enamoramiento me duró bastante tiempo”, confiesa, emocionada. Se entregó a él en cuerpo y alma. Siempre prefería ir a clases que a fiestas u otra clase de diversiones que tenían las chicas de su edad. Sus amigas le reclamaban pero ella debía ir a sus ensayos, era lo prioritario.
A los 15 años recibió clases con una maestra holandesa, quien le consiguió una beca para el Real Ballet Danés pero como era muy joven, sus padres no le permitieron aprovechar la beca. Le costó aceptar pero tuvo que resignarse y se quedó en Guayaquil, imaginando cómo habría sido su vida si viajaba.
Cuando tuvo 19 años, la Compañía Nacional de Danza se presentó en Guayaquil, le impresionó su trabajo y –en contra de la voluntad de sus padres que querían que olvidara la danza-, decidió partir a Quito.
A la vez, y para complacer a sus padres, estudió arquitectura. Cuando iba a la universidad, se enamoró por primera vez, pero siempre la danza era su prioridad.
Una vez en Quito formó parte de la Compañía Nacional de Danza dirigida por Marcelo Ordoñez. Ella nunca había hecho danza contemporánea y ese era un nuevo reto.
A fines de los años setenta, pasó al Instituto Nacional de Danza que, en ese momento estaba dirigido por Ana Miranda. En el Instituto conoció a Mauricio Revelo, el padre de sus dos hijos y su hija, quienes han seguido el camino de la danza y el teatro. Herederos de esa sensibilidad, pues ella no separó su vida de artista de su vida de madre, eran parte de su actividad, jugaban en el teatro Sucre mientras ella ensayaba, la acompañaban a todas partes.
Después de un tiempo en el Instituto Nacional de Danza pasó a ser parte del Ballet Ecuatoriano de Cámara que dirigía Rubén Guarderas y, más tarde, del Ballet Teatro Sudamericano, dirigido por Douglas López, en Guayaquil.
Entre risueña y avergonzada recuerda una anécdota en el Instituto: cuando estaban haciendo grabaciones con el pianista para las clases de danza, vio a un joven observando el ensayo y le pidió que saliera del salón. Era nada menos que Lucho Mueckay, a quien ella no conocía y ya tenía varias obras de danza contemporánea y venía de una experiencia y premios en México. Luego de eso se hicieron muy amigos y ella pasó a formar parte del grupo Sarao.
Regresó definitivamente a Guayaquil como maestra de danza en la Casa de la Cultura Núcleo del Guayas, entonces dirigida por Douglas López.
Cuando nació el grupo Sarao, con sede en la Casa de La Cultura, Tani tuvo una experiencia que recuerda encantada. Aprendió mucho, desde escuchar por primera vez a Julio Jaramillo, (la llamaba música chichera horrible), y apreciarlo, hasta actuar con Lucho Mueckay en piezas teatrales. Se refiere a él como un excelente director. Participó en las obras ‘Diario de un loco’, ‘Crónica del luto cerrado’, ‘No puedo verte triste porque me matas’. En ‘Tiempo de aceitunas’, actuó con su hijo.
Fue parte de Sarao durante 10 años. Luego ha trabajado con Nathalie Elghoul en el centro cultural La Fábrica. Tani y Nathalie se tienen un cariño muy grande. Ella le propuso desempeñar un papel en la obra ‘El síndrome de Ulises’, representando a un personaje teatral que mostraba el sentimiento de la espera. Trabajaron en esta obra desde 2012 y se presentó en el Festival de Loja, en 2016.
Desde su alma de maestra, Tani menciona a algunas “alumnas maravillosas”, Michelle Mena, maestra, coreógrafa, actriz y bailarina; Nancy León quien trabaja y baila en Cuenca. Talía Falconí quien se preparó con ella para ir a estudiar en la escuela de Martha Graham. “Rosa Amelia Poveda, era mi criatura, mi engreída. Regalos maravillosos de mi vida, me emociona verlas bailar y saber que ahora son gente importante dentro de la danza”, afirma. Para ella siempre fue importante haber puesto un granito de arena en esos seres sensibles y creativos. “Es maravilloso que se hayan enamorado de la danza más que yo”.
“No me arrepiento después de todo lo vivido”, dice categórica. Está dichosa con sus hijos y su hija. “Tengo unos hijos maravillosos”, asevera emocionada. “Cuando veo a mis hijos en el escenario lloro, no depende de mí. A mi hija Tani le gustó la danza desde pequeña. Bailó rapidísimo, tiene un cuerpo muy inteligente. Ella adapta sus condiciones, tiene muy buena musculatura, es muy trabajadora”. Innegable la herencia de su madre que se entregó en cuerpo y alma al goce del movimiento musical, a través de la danza.
Jennie Carrasco
Fotografía: Juan Xavier Borja
Obra: Síndrome de Ulises
Autora y Directora: Nathalie Elghoul
Guayaquil, 2015