“Me entusiasma ante todo los buenos descubrimientos, me gusta trabajar con las manos y no me importa mucho diferenciar si es arte o diseño en las dos pongo la misma energía”
Ana Cristina Franco

El arte de Paula Barragán parece vivo. Ella transita varias técnicas, desde el grabado, el collage digital, hasta enormes alfombras con sus diseños. Su obra se caracteriza por resignificar el imaginario tradicional y mezclarlo con elementos propios. Reconocemos en ella la influencia de la cultura popular, la mezcla de formatos, la ruptura de fronteras entre el mundo del diseño gráfico y la plástica. Su nombre es clave en el mundo del arte contemporáneo.
Paula recuerda que cuando era chiquita, en su casa siempre había talleres. Su madre, neo zelandesa, daba clases de cerámica, y su padre ecuatoriano, aunque era de profesión artquitecto, siempre estaba haciendo algo en su taller de escultura. Así, Paula estaba acostumbrada a ver materiales regados por la casa, fierros, tierra, colores, pinceles, brochas, papel; creció rodeada de ese universo y está segura de que eso le influyó más tarde. Pero el mejor lugar de su casa de infancia, recuerda Paula, era el baño de invitados. Su padre coleccionaba afiches que traía de viajes o que conseguía aquí cuando iba al teatro o al cine, o a veces solo eran publicidades, y les colgaba en el baño chiquito de invitados. El lugar quedaba forrado de estos carteles, que a los ojos de Paula, eran alucinantes. “Yo vivía metida en ese baño”, me dice riendo. Era una linda cueva donde podía admirar esos dibujos de muchos colores o disntintos tipos de papel, combinados con esa tipografía dibujada a mano que comunicaba algo que todavía no alcanzaba a entender con exactitud pero que al mismo tiempo, le parecía increíble.
“Yo era tímida”, me dice Paula con convicción. “Por eso me sentía más cómoda enfrentando el mundo con un lápiz y un papelito que haciendo ningún otro tipo de show”, me dice riendo.
En el colegio, le iba bien en matemáticas y no tanto en gramática, de todas formas, no era la mejor alumna. Pero siempre estaba en clase de arte, papel maché o cerámica. Y claro, en eso le iba bien. Ganaba concursos y todo. Por esa misma época se inscribió también en una pequeña escuela de arte que estaba ubicada en medio del Parque El Egido y que funciona hasta ahora. ¿Será que me hago artista?, se preguntaba al terminar la secundaria, con algo de incredulidad y temor (aunque no sabía que de alguna forma, quizá ya lo era). Ella presentía que si optaba por ese camino debía exponerse mucho. Y, por su timidez, eso le aterraba un poco. Entonces recordó los afiches del baño. Supo que lo que quería era eso, hacer afiches. En ese tiempo, me recuerda, los afiches realmente cumplían una función porque no había internet. Además, se los hacían manualmente, en serigrafía o en xilografía.
Como en esa época en el Ecuador aún no existía la carrera de Diseño Gráfico,
Paula se fue a Nueva York con su hermano Juan Lorenzo, a estudiar en el Pratt Institute Brooklyn, una de las más reconocidas escuelas de Diseño y Artes a nivel mundial. En Nueva York, al contrario del Ecuador, en ese momento, la carrera de comunicación gráfica estaba en el auge.
De todas formas Paula estaba algo dividida; por un lado, quería acabar su carrera de Diseño, y por otro, le jalaban las clases de arte que el instituto también ofrecía; cerámica, grabado, pintura, serigrafía, a través de esas clases amplió sus conocimientos y ahí sentía que hacía, un poco, lo que realmente quería.
Cuando se graduó, había una opción de la misma universidad que permitía a los estudiantes quedarse a trabajar, en aras de entrenarse profesionalmente y llegar a sus países de origen con más entrenamiento. Fue así como Paula pudo hacer prácticas profesionales en empresas grandes. Esos fueron trabajos claves para su carrera donde adquirió bastante experiencia. De todas formas decidió volver a Quito; sentía que el Ecuador de los 80, a diferencia de Nueva York, donde lo que le esperaba en una vida económicamente estable pero quizá más rutinaria (del subte al trabajo, del trabajo a la casa) era un territorio en el que todo podía suceder.
Cuando volvió al Ecuador tenía alrededor de 23 años. Volver fue también chocarse con la realidad de que en nuestro país no existía el mundo del Diseño Gráfico, los que solían hacer ese trabajo hasta los 80, me cuenta ella, eran los arquitectos o los publicistas. Entonces había que empezar de cero. Juan Lorenzo, que había regresado un poco antes que ella, se había adelantado. Había abierto ya “Azuca”, quizá el primer estudio de Diseño Gráfico en Quito, donde Paula se convirtió en su principal partner. Ser los precursores en esta área, traía, por supuesto, sus ventajas, siempre tenían un montón de trabajo.
Pero Paula necesitaba algo más, un lugar para jugar, para hacer lo que ella realmente quería hacer. Alquiló un espacio al que no llamaba “taller” porque quizá ni siquiera ella misma estaba consciente de que lo era. Ella solo sabía que necesitaba un espacio propio, donde experimentar. “Quería jugar y hacer lo que yo quiero, porque no me están dejando hacer lo que quiero en la mañana”, dice riendo.
Dividió su tiempo. La mitad del día lo pasaba en la oficina, y la otra mitad en su taller, haciendo experimentos, sobre todo con grabado. En el arte, ella no tuvo un solo maestro ni institución. Aprendía viendo lo que hacían sus colegas con los que compartía el taller, que se llamaba Grafika, con k, y cuyo propietario era el artista Carlos Rosero. Al taller siempre estaban llegando disntintos artistas, como Luciano Mogollón, o Hernán Cueva, recuerda Paula. Era un ambiente bohemio de experimentos, creaciones y fiestas. Al estar inmersa ahí, Paula aprendió viendo a estos “maestros de la grafika”, como los llama ella. No eran clases, solo los observaba, los veía trabajar y luego experimentaba sola en su taller. Este primer acercamiento al grabado, muy desde la inocencia, le trajo, por un lado, mucha libertad, porque le permitió jugar y conseguir resultados locos, innovadores, originales, pero también le trajo problemas de salud, pues los efectos secuendarios del ácido nítrico le cobraron factura a largo plazo.
Carlos Zapata, un ecuatoriano-venezolano que estudió en la misma Universidad de Paula y que hoy es un arquitecto famoso mundialmente, fue quien le habló a su madre, Gladys Zapata, de su amiga Paula Barragán. Entonces Gladys, que era dueña de la Galería Arte Contemporáneo, llamó a Paula para organizar su primera exhibición. Para ella fue un buen impulso porque le permitió trazar una meta de buen trabajo en la que debía estar lista para 6 meses. Carlos Zapata siempre sería un impulso para ella; en la actualidad, ha sido él quien le ha propuesto convertir sus grabados en alfombras. El resultado ha sido exitoso, alfombras tejidas por artesanas ambateñas que han sido vendidas en lugares como el Banco en Miami, construido por Zapata.
Como Paula viajaba muchos veranos a Nueva York, allá todavía tenía un pedazo de vida, un día de 1999 se le ocurrió probar suerte en una galería, Multiple Impressions Gallery, en Soho. La dueña de la galería quedó impresionada con su trabajo. Nunca había visto algo así. Paula dice riendo que esto se debe a sus experimentos con el ácido. Pero no. Sus grabados, que dentro de un universo abstracto recuerdan a figuras ancestrales, no eran convencionales, ella creaba lo que en el lenguaje de los grabadores se llaman “calvas” y lo mezclaba con una técnica de collage chino. El resultado era único. Además, pertinente con la época, porque justo ahí el grabado se estaba volviendo más contemporáneo. Se empezaban a permitir variaciones de la misma plancha, lo que se conoce como E/V, es decir, estampa variable. Ya no debían ser todas las copias/estampas iguales, sino que podían variar en cuanto al papel, o la tinta, cada una podía tener algo especial y único.
Cuando el ácido cobró su efecto, Paula se vio casi obligada a probar otras técnicas; así llegó a la xilografía. A esta técnica la sentía muy relacionada al diseño gráfico, dibujos muy planos y fuertes, el uso del blanco y negro. En esos años, el Pobre Diablo tenía los conciertos de Jazz todos los miércoles. Para cada concierto, el Pepe Avilés necesitaba un telón de fondo, una escenografía; entonces ella, con otros artistas, hacían cuadros enormes que luego eran expuestos los miércoles, acompañados de jazz. A través de esta experimentación Paula se acercó más al dibujo y exploró los formatos grandes con materiales que no eran tóxicos, como tinta china. Cuando el Pobre Diablo cumplió 25 años, Paula, junto a Pepe Avilés, pudieron hacer una recopilación y curaduría de toda esta obra y exponerla en el Centro de Arte Contemporáneo.
En cuanto a los formatos grandes, existe otro memomento que también fue clave. Paula ilustraba los cuentos de un escritor. En una ocasión, a ella se le ocurrió que sería interesante que en el lanzamiento del libro, las personas también puedan ver los dibujos en grande. Entonces los reprodujo a gran escala para exponerlos en la pared la noche del lanzamiento. Esto de hacer dibujos grandes le fascinaba, y, sin embargo, nunca consideró que podían ser llamados arte. Para ella, eran ilustraciones o diseño.
Por ahí, por los años 2000, un curador inglés andaba dando vueltas por Quito. Buscaba un/a artista revelación para llevarlo a la Bienal De Sao Paulo. Paula había preparado su portafolio para él. Cuando el señor entró a su taller, ella le enseñó su carpeta con grabados. Pero eso el curador pasó de ellos sin mucho entusiasmo. Cuando Paula pensó que era caso perdido, él encontró, en el piso, sus dibujos grandes. Se quedó loco. Eran obra que ella, por alguna razón, no consideraba precisamente arte. Esto es genial, este es tu arte, le dijo. Quizá haya sido ahí cuando se empezó a borrar esa distinción entre diseño gráfico y artes plástcias. En lugar de considerarlos ámbitos distintos, Paula los empezó a concebir como parte de un mismo universo creador.
Los momentos, las imágenes y las personas se mezclan en la vida de Paula, sin cronología. Quizá lo que las una no sea el tiempo, sino las personas o los afectos. Recuerda su primera exposición en el Container del Pobre Diablo. La artista Ana Fernández, que era su compañera desde sexto grado, fue quien le propueso hacer una exhibición juntas. Ellas habían hecho carreras casi paralelas. Ambas eran amaigas, ambas dibujaban, e incluso, muchas veces se percibe en sus obras un estilo bastante similar. Paula se acuerda con nostalgia de cómo preparó esa exhibición. Quizá haya sido ese momento uno de los que máyor libertad artística experimentó. “Ahí si me fascinó esto de dibujar lo que me daba la gana”, dice ella. Y es como si al fin se hubiera dado permiso para crear lo que quería, o acabara de aceptar que aunque no se llame a si mismo de esa manera, es, inevitablemente, una artista.
Por las épocas de la oficina, ella y su hermano solían recibir las visitas de un escritor que les contaba historias de sus viajes increíbles. “¡Estuve en la lluvia de pescados, no se imaginan, llovía pescados!” Decía él… y Paula le escuchaba asombrada. Poco tiempo después se convirtió en su “novio feroz”, como Paula lo llama hasta ahora. Juntos hicieron un libro sobre artesanías del Ecuador, y otro de Fiestas Populares; la investigación de estos libros los llevó a viajar juntos por el país. Conocer, influenciarse y aprender de la cultura popular. “Esta experiencia es de las que más me influyó en la vida, cuando uno está viviendo no se da cuenta de que eso va a ser lo que le va a marcar a una la vida…” dice Paula.
Hace unos años hubo una convocatoria para exponer sobre los 200 años de la venida de Huboldt al Ecuador. La propuesta de Paula tenía que ver con recoger semillas. Había escuchado que Humboldt, en una sola noche que pasó en una habitación de hotel en Guayaquil, había recolectado 230 especies de bichos. En una sola noche.¿Cómo no recoger semillas con esa motivación? Pensó. Entonces, mientras hacía los viajes para el libro de la artesanía, aprovechaba para coleccionar semillas, de cocos, de toktes, frutos secos, duros, que tenían formas, colores, texturas. Finalmente, la propuesta de Humboldt no se dio, pero las semillas siguieron ocupando un lugar importante en la mente de Paula. Estas pequeñas partículas perefectas que crea la naturaleza y que el viento lleva; le impresionaba la simetría de las semillas que parecían patrones perfectos dibujados por algún diseñador perfeccionista. La búsqueda de las semillas la llevó también a conocer mejor la selva, donde trambién encontró otro tema que marcaría su arte, la naturaleza, los tigres, el mundo selvático al que volvería tantas veces. En su obra llamadaLa Jungla de papel, a través de 14 dibujos secuenciales, Paula narra cómo el petróleo, igual que un veneno casi silencioso, destruye la selva. Pero la secuencia no es deprimente; la imagen final muestra a un hombre naciendo de las entrañas de un pájaro.
Cuando le digo a Paula que en su arte siempre hay una mirada iluminada, quizá optimista, ella me responde que alguna vez intentó explorar en terrenos más sombríos, que sentía, casi la obligación de proponerse algo “denso”; por suerte el azar la llevó a una galería en París donde estaban expuestas las fotografías de Robert Doisneau. Ahí se dio cuenta de que en el arte no existen, o no deberían existir, exigencias. La obra de Doisneau le recordó esa búsqueda de la belleza por la belleza, y también, de alguna forma, la aparente simpleza. Quizá la obra de Paula no tenga, a la vista, mucha relación con la fotografia de Doisneau, pero esta exhibición le dejó una lección pequeña pero indispensable, que en el arte no hay por qué darle explicaciones a nadie.
De alguna manera la profundidad de la obra de Paula radica en la aparente sencillez de sus formas, en sus composiciones llenas de elementos acumulados que han heredado mucho de la estética barroca; en sus colores, en su mirada de la naturaleza y la vida, pero sobre todo, en cómo ella resignifica con maestría el imaginario popular retratando los matices de una cultura en la que el folklor y la modernidad se fusionan.
Para ella, el sentido de su búsqueda artística no es tanto el resultado (aunque este sea inevitablemente maravilloso) sino el proceso. Paula disfruta mucho creando con sus manos, experimentando con distintas técnicas y materiales, “Para poder teorizar sobre mi trabajo, necesito desarrollarlo primero; durante el proceso descubro mas claramente mis intenciones y voy llegando a los resultados, a los conceptos. Me entusiasman ante todo los buenos descubrimientos. Me gusta trabajar con la cabeza y las manos, no me importa mucho diferenciar si es artesanía, arte, diseño u otro tipo de creación, en todas pongo la misma energía.” dijo alguna vez.
En abril de este año, 2020, el New York Times publicó una obra de Paula en la que ella reflexionaba sobre la pandemia. No era raro, Paula ya había sido seleccionada en el 2018 como la artista oficial de la décima novena entrega de los Latin Grammy Awards. Aparte del afiche, ella estuvo a cargo también de generar los programas y algún otro material gráfico del evento en Las Vegas. En la imagen de esta portada se puede percibir, a través de los colores vivos y las figuras de flores o animales, la música.
Paula también ganó la convocatoria que hizo la Secretaría de Cultura del Municipio de Quito el 2018 a artistas gráficos para diseñar la portada de una revista imaginada llamada El Quiteño; la idea era reproducir, en distintas ciudades, las portadas de la revista estadounidense The New Yorker.
La imagen del este afiche que hizo Paula y que es un collage digital muestra una ciudad apiñada y colorida donde llueve y hace sol a la vez, donde autos, gallinas, edificios, árboles, cafeterías e iglesias conviven en una única y múltiple ciudad; las letras, haciendo eco de este universo mágico, ponen “Quito”, sobre el cielo. Alucinante. Seguro la Paula niña se hubiera quedado con la boca abierta si hubiera visto este afiche colgado en el baño de visitas.
Pero Paula Barragán ni siquiera me habla de esto cuando le entrevisto. Me dice, más bien, que si no hubiera sido artista plástica le hubiera gustado ser jardinera. Ama las plantas, cuidar de ellas, ponerles agua y verlas crecer. También le hubiera gustado ser cantante. Cantar, sí, cantar y bailar.
Paula trabajando en su taller
Fotógrafo: Christoph Hirtz
Quito 2018