Diana Borja

Diana Borja: luchar contra Babilón 

Es como si hubiera nacido para ser actriz. Desde los personajes de ficción a los que jugaba ser, con su padre, hasta la pantomima del colegio y el ambiente de teatro que la rodeaba desde siempre: Adriana Oña con Los Saltimbanquis, La Rana Sabia, Contrelviento. Y cuando vio “La Gaviota” de Chejov, supo definitivamente que ese era su camino. Entró a la facultad de Artes y se comprometió con el teatro para siempre. “Mi vida es teatro las 24 horas”. El teatro es “el amante que retribuye las horas de pasión que le entregas”.

Muchos nombres de maestros y directores desfilan por su recuerdo, gente que la ha formado, nutrido y mostrado su visión del teatro, desde distintos ángulos, distintos estilos. Hasta que encontró el suyo. Y lo encontró con sus monólogos, hace ya casi diez años, “Débora, el fin”, dirigido por Susana Nicolalde, y Bárbara Babilón. Y también una obra infantil “Viajando por los multiversos”. Ha dirigido obras históricas, con su propia manera de explorar y de crear. Ahora, como niña con un juego nuevo, hace una obra de clown en la que se pregunta sobre el poder, entregada totalmente, lejos de su historia de profesora, pues no se veía de maestra en una institución pública para toda la vida. Rechaza las cosas regulares, las instituciones, porque cree en la libertad del ser. 

Por eso, aunque viene de una formación académica universitaria, es leal a su esencia y está en contra de la titulocracia actual que deja de lado los saberes. Con el teatro hay cosas que decir. El teatro no es tan frío. El proceso creativo tiene sus propios ritmos. “Mientras la institución no entienda que los procesos de manufactura y de enseñanza del arte son distintos a los de otros saberes, no estamos en nada”, dice con firmeza, mientras afirma que actividades alternativas como la radio online, obras en otros formatos, son las que la mantienen viva. “No vamos a morir, porque estamos creando todo el rato. De pronto estamos guardados en espacios off pero no estamos muertos. Somos de la noche, y somos muchos. Y no dejaremos de hacerlo”.

Esa nocturnidad se desarrolla en la Casa Babilón, en su casa, como un acto de resistencia, como parte de la necesidad de seguir haciendo teatro, pese a la falta de apoyo de la institución pública o privada para realizar arte de manera libre. Porque ella no cree en las industrias culturales, donde se trabaja con el arte como un valor de mercado, que es una forma de violentar el arte. “Entonces hay que resistir, y resistimos a través de la Casa”. Es una vida alternativa, con economía alternativa, con una mirada que va más allá de la fama, más allá de Babilón, “pero luchando desde dentro, creando movimientos alternos, que dan oxígeno a la Babilón misma, de la que somos hijos”. La Casa es una actividad donde se dan otras posibilidades de encuentros con el arte, donde se viven experiencias diferentes. El pequeño teatro junta al público con los actores, hay diálogo, intercambio. Hasta cuando sea. 

Hasta cuando los personajes que deambulan por la Casa, decidan volar. O nazcan otros. Distintos, porque los procesos de cada época van dando vida a personajes enigmáticos, llenos de preguntas, y de respuestas inesperadas. Como Débora, la vieja vida, la abuela nutricia. O Bárbara Babilón, la loca enamorada de Jesucristo, a través de la cual, Diana cuestiona el amor judeocristiano, lleno de culpa y dolor, y se plantea romper esos símbolos, a costa de abrir el inconsciente y encontrarse  con sus propios fantasmas. Y liberarse.

Así, liberada, enamorada de todos sus personajes, vuelve a crear. “El acto de creación es muy bonito. Es una sinergia extraña que a veces la gente no entiende”. Y crear significa escribir. Actualmente escribe guiones para la tv educativa. Tiene un proyecto de  guión de cine a largo plazo. Sin apuro. Mientras disfruta de su soledad en la que rondan las historias. Es como hacer un montaje de teatro pero en el papel. La literatura es muy escénica, la ficción, las situaciones. “La capacidad de fabular, inventar historias y vivirlas como que fueran reales, es una delicia que no se compara con todo el dinero del mundo”.

En una conversación profunda sobre la vida y la creación, sobre el movimiento del arte y la actuación, afirma que no quisiera ser la última palabra en nada. El camino es largo y hay muchas cosas por hacer. En ese camino, el contacto con jóvenes, con nuevas tendencias, es importante. “El arte es un ser viviente que no se quedó estático. Me gusta mucho cantar. Quisiera cantar de manera más profesional”. Cine, literatura y canto le sacan suspiros. 

En el otro lado de la vida, el de mamá, se siente orgullosamente madre soltera. “Los hijos son una luz en el camino que te hace muy fuerte y sabia. No lo puedes postergar, te vuelven decidida, activa, no puedes llorar ni lamentarte ni culpar a nadie. Es un acto que te invita a quedarte, a resolver  el presente. Ese es el personaje más difícil que me ha tocado enfrentar, hice lo que pude, no sé si lo hice bien”. Y precisamente, el hijo es el principal crítico de su obra. Desde niño la acompaña, es el ojo más crítico y certero. Porque la conoce.  Es un amigo muy cercano.  

Y, como parte del aprendizaje de la vida, Diana –lo repite- ha aprendido a vivir con su soledad. Si llega alguien, no quiere tener un vasallo ni ser la gerente propietaria de alguien. El amor, un tema ineludible. Ella ha amado mucho, amor no ha faltado, pasión, pero son experiencias que no entran en el mecanismo de amar que plantea la sociedad, que es el poder. “Creo mucho en la libertad de las personas, en los procesos y en los aprendizajes mutuos. Hay que saber qué hacer con la soledad y  dejar de lamentarse en la vida. Cuando uno ama es siempre joven. Amor hay para largo. La feminidad es un estado como la tierra, de frescura, está nomás. Y siempre que cae semilla, florece”. 

Clara en lo que quiere, en lo que hace, transparente, sabe que no se miente, que es consecuente hasta el final con su vida, que es lo mismo que decir, con el teatro.  

Jennie Carrasco

Fotografía: Pablo Tatés