Una entre muchos, una con todos: Darcila Aguirre
Darcila Aguirre es una figura singular. En un medio fundamentalmente marcado por las individualidades descollantes, los egos artísticos, la urgencia de tarimas y reconocimientos, ella se escabulle, encuentra vías de escape de los reflectores, se construye en comunidad, busca transparentarse en los proyectos colectivos a los que entrega sus energías y en los que se siente reflejada a nivel profundo. Su virtuosismo lo pone al servicio de una concepción del arte reñida con las estrategias de autofiguración y autopromoción y se valida enteramente en los productos palpables del trabajo en equipo. En este y otros sentidos, Darcila es única.
Su carrera comenzó cuando tenía ocho años, en el Conservatorio Nacional en el que se formó como pianista clásica, aunque en su familia ya estaba presente la música como profesión y, más aun, la banda como formación colectiva que no existe si no es en la pluralidad y en la distribución de funciones interrelacionadas. En el Conservatorio perfeccionó su técnica y se familiarizó con la música académica, pero se sentía inquieta, sabía que eso no era lo suyo, que algo se le escapaba. Entonces empezó a leer al piano las partituras de música ecuatoriana que su madre le conseguía y tuvo una primera revelación: eso era lo que quería hacer.
Su peregrinación artística ha sido larga y discontinua, marcada por numerosas epifanías que cambian su camino a cada paso. Salió del Conservatorio y fue a Cotacachi, a una escuela de formación de profesores de música, y ahí una amiga la convenció de unirse a la Banda Municipal de esa ciudad como saxofonista cuando aún ni siquiera había visto un saxofón. Y ese amor fue definitivo. Cuando se agotaron las posibilidades de aprendizaje en Cotacachi, volvió a Quito para perfeccionar su técnica en el saxo, encontró al profesor cubano Francisco Lara, que reinició por completo su concepción del instrumento, nuevamente en la música académica. Pero de eso también se cansó, y entonces se encontró con el jazz y, una vez más, cambió el rumbo radicalmente.
Este nuevo giro hacia el jazz la llevó, en su insaciable sed de aprender ritmos y sonoridades nuevos, a migrar a Italia y más tarde a España buscando escuelas de música. Esa experiencia fundamental la transformó de muchos modos. En Europa, en calidad de migrante sin papeles, experimentó la forma de vida de todas las personas que en esa época –la del feriado bancario y el saqueo del país– viajaron en busca de una mejor vida. Compartió habitaciones con desconocidos, limpió casas, soportó penurias económicas, se enfermó de tensión y precariedad, pero nunca dejó la música.
Tuvo que volver a Quito por un asunto familiar –pensando en regresar enseguida a Europa, para seguir buscando dónde aprender a tocar jazz– y ahí se reencontró con Ana Escobar, una ex alumna de saxofón y miembro, junto a Patricio Estrella y Pepe Alvear (otro ex estudiante de Darcila), del grupo de teatro La espada de madera. Una vez más, Darcila cambió el rumbo. Decidió que eso era lo que quería hacer: música para teatro. Regresó a Europa para estudiar jazz y aprender a improvisar pero pronto estuvo de vuelta para asistir a los ensayos de la obra El Quijotede La Espada de madera. Empezó a componer la música para esa obra y en ese proceso desistió de irse a Europa y entrar a la carrera de música de la sede de Berklee de la Universidad San Francisco.
Combinaba el estudio formal de jazz con el trabajo de compositora e intérprete en vivo en las obras de La espada de madera y otras obras teatrales. Así encontró el modo de armonizar su timidez y natural tendencia a escabullirse de la exposición pública con la música y los actos culturales y artísticos en los que debía tocar en vivo. Pero, como siempre, sentía que algo le faltaba. Así que, una vez más, se buscó un camino nuevo. Se fue a Barcelona para hacer una maestría en composición para películas y medios audiovisuales y se especializó en arreglos y orquestación. Fue un reto más en la larga lista de retos que Darcila ha enfrentado en su vida: debió subsanar las lagunas técnicas e informáticas con las que llegó a Barcelona auto educándose con tutoriales de Youtube y cursos online, hasta que logró destacar de entre sus compañeros y terminó su máster con honores.
A su regreso a Quito, entró a dar clases en la Universidad San Francisco, en los cuatro niveles de la materia de Arreglos, y eso le trajo una nueva (¡otra!) revelación: que más que ser intérprete, quería arreglar para Big Band, que su pasión es escuchar el empaste de los instrumentos, mirar lo que pasa en las mezclas, las sensaciones que producen los instrumentos ensamblados, todos los timbres, las texturas sonoras. Este fue un nuevo paso para retraerse de la mirada del público, en su vocación por perderse en la multitud, escuchar su música desde afuera, sentir las vibraciones desde un lugar menor.
Darcila reniega de la vanidad de la industria musical, cree que los escenarios deberían ser redondos, más bajos, menos espectaculares, más accesibles. Cree en el sentido comunitario de la música, se dedica enteramente a “sus chicos” (los miembros de la Pocket Band), a estimularlos a entender el sentido profundo del arte, a olvidarse del ego y a dejarlo todo en ese trabajo colectivo que necesita de todas las individualidades pero no destaca ninguna. Da la espalda al público, como todo director, pero en su gesto, más que un rechazo o una soberbia, puede leerse una disposición íntima, enigmática, verdadera, de perderse en la música que creó.
Daniela Alcívar

Fotografía: Estefanía Montenegro
Obra: Primer encuentro de cantoras y cantautoras Sinchi Warmikuna
Otavalo
2016
Evento presentación de la cantautora: Amalia Trinidad